Últimos Vídeos

20 noviembre 2013 at 22:00 (Fotos, Fotos JAO, Guadalajara, Literatura, Música, Memorias del Otto, Relatos, Relatos de JAO, Relatos de JAO) (, , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , )

Hacía tanto tiempo que no publicaba en el blog, que ya era hora.  Así que para entretener un poco a los lectores y visitantes, he aquí mis últimos vídeos, que son los que me han tenido ocupado en los últimos tiempos.

En primer lugar el titulado «An evening with Kellar«.  Estrenado la semana pasada, es una historia que va de magos y misterio. He metido algo de animación y escenografía, y es un cuento corto que me ha permitido probar algunos de los trucos y efectos especiales de la magia. Con todos vosotros el mago Harry Kellar y la Diosa del misterio:  Ionia, en esta historia misteriosa en Florencia.

Atentos al final que hay un secundario de lujo

Otro pequeño cuento con mensaje moralizante:  «Darwin Involution«.  La involución está definida en el Diccionario de la lengua española, y en muchas ocasiones, a juzgar por como nos van las cosas a los humanos, las guerras, las injusticias, la corrupción, la estofa (o estafa) política, se diría que estamos inmersos en una verdadera involución humana.

El reportaje siguiente es sobre los Tapices flamencos del siglo XV de la colegiata de Pastrana (Guadalajara), y que representan la conquista de Asilah (Arzila) y Tánger por el rey Alfonso V de Portugal «el africano» en 1471.

Su título «Las hazañas de un rey«, que así se llamaba la exposición donde los pude ver en el Palacio del Duque del Infantado en Guadalajara.

Son uno de los ejemplos más espectaculares en el arte del tapiz del siglo XV, tanto por su tamaño (miden aprox. 4 m. de alto x 11 m. de largo cada uno) como por su excepcional calidad técnica.
Las fotografías son originales mías.

Los dos siguientes son vídeos de mi grupo «Los Rabiosos» (sí, atacan de nuevo).

El primero es de reciente estreno y se titula «Buggi Buggi Club«. Es divertido y va de un menda que se va a casar y que se va de despedida de soltero con sus colegas a Las Vegas, y en un club (El Buggi Buggi Club), se encuentra a su novia, futura esposa, bailando en la barra americana con dólares en su pelo…   Pues eso… Rock`n`roll desenfadado.

Este siguiente es más contestatario, creo que hasta un poquito punk. Su título es toda una declaración de intenciones: «Made in Spain«.  Salen muchos políticos y banqueros, y en general no deja títere con cabeza. También muy rockero, vamos eso creo yo…

Y finalmente, otro vídeo en colaboración con mis sobrinos de Carroña Staily. Se titula «Planta de traumatología«, y está interpretado por Demer Moltisanti y Buitre, producido por Grumo y por los colegas de neanderthal records/ carroña staily / grumo.  Este ya al más puro estilo carroñero…

Repetiremos la experiencia seguro.

Y por ahora nada más…

 

Enlace permanente Deja un comentario

La reina serpiente

29 abril 2010 at 22:00 (Guadalajara, Ilustración, Literatura, Memorias del Otto, Mis Dibujos, Relatos, Relatos de JAO, Relatos de JAO)

A modo de introducción.

Este es mi primer cuento ilustrado.

El proceso aplicado para escribirlo en este caso ha sido bastante curioso, así que creo que merece la pena contarlo.

Todo empezó al ver el anuncio del certamen patrocinado por  la Biblioteca Pública de Guadalajara, que, siguiendo con el tema del Maratón de cuentos de Guadalajara de este año, y para celebrar el día del libro 2010, tenía como lema: “Crea un malo de cuento”.

Como tenía aparcadas varias historias que no encajaban, me daba rabia no participar, más aún cuando tengo especial predilección por los malos y malas de las historias y narraciones.  Entonces miré mi mesa de dibujo y comprobé la ilustración en la que estaba entretenido. Abrí la carpeta y fuí viendo unos cuantos malos que había dibujado, así que los puse todos sobre la mesa y decidí argumentar una historia donde tuvieran cabida todos esos malotes y situaciones.

El resultado podéis verlo a continuación. Espero que os guste.

♦♦♦♦♦♦♦♦♦♦

Durante aquellos aciagos años, donde la maldad y las plagas campaban a sus anchas por la tierra, el mar era el único lugar seguro para vivir y los marineros éramos los más afortunados entre los mortales.

Navegábamos esa mañana por el gran océano interior buscando, en las obsoletas cartas de navegación que habíamos podido comprar en el corrompido puerto de Amoun’Na, un lugar donde aprovisionarnos, cuando apareció ante nosotros una isla bastante frondosa con una ensenada tranquila y un pequeño puerto pesquero. Los mapas adquiridos no reflejaban su existencia pero la situación no nos era extraña, como otras veces, aprovechamos para completar aquellas cartas con la ubicación del paraje que habíamos encontrado, con el propósito de copiarlas luego y venderlas en otros puertos.

Al fondear nuestra nave y desembarcar, nos extraño la inquietante soledad del puerto. No había ni un alma, solo alguna rata se deslizaba entre los barracones polvorientos.

Subimos una pendiente hasta un montículo, donde pudimos contemplar un extraño pueblo que se extendía al sol como si fuera pescado salado. Aquellas casas blanqueadas deslumbraban la vista, pero no lo bastante como para no poder percibir una absoluta quietud. Solo un hombre oscuro e imponente nos observaba de pie, delante del cercado de madera podrida que rodeaba aquel asentamiento aparentemente abandonado.

Venciendo algunas supersticiones y el miedo, nos dirigimos hacia aquel hombre que parecía vigilar el silencio del extraño poblado fantasma.  Mientras nos acercábamos, sentimos  como se helaba nuestra sangre.  Él nos escrutaba como si estuviera leyendo nuestros pensamientos.

Al parecer no detectó dobleces en ninguno de nosotros. Le saludamos. Tras una larga pausa, como saliendo de un trance, entabló conversación. Con su voz cavernosa  accedió a que su pueblo nos aprovisionara, pero demandó a cambio nuestra ayuda para aquello que acabaría convirtiéndose en una de las aventuras más alucinantes que experimentaríamos en aquellos años de incansable navegación.

Ante una frugal cena, compuesta de tortillas y frutas, pero acompañada con un agua de manantial excelente, Tsna Pá, que así se llamaba el hombre imponente, nos narró cómo, al menguar la luna, su pueblo había recibido la visita de las huestes de la reina serpiente, una ambiciosa mujer que apreciaba su belleza más que cualquier otro tesoro y cuyos  esbirros recorrían las islas de aquellos lugares en busca de muchachas jóvenes a las que robar su juventud mediante encantamientos. De las mujeres que esta arpía raptaba nunca más se sabía. Todo el mundo estaba aterrado, pues las creían muertas.

Tsna Pá era un mago poderoso. Si hubiera estado en el pueblo, los ejércitos de la reina serpiente no se hubieran atrevido a actuar, pero aquel día no estaba allí. La princesa Tani y otras seis jóvenes habían sido atrapadas. Había que rescatarlas antes de que fuera demasiado tarde, antes de que su vida fuera absorbida por la demoniaca reina.

La isla que la reina habitaba, estaba en algún punto hacia el ocaso y las embarcaciones pesqueras de que disponía el pueblo de Tsna Pá no eran adecuadas para aquellas aguas. Nuestro barco en cambio sí podría surcarlas sin problema debido a su mayor calado.

Tras cuatro días de navegación, vislumbramos el perfil del castillo de la reina maldita tras la densa bruma. Un dragón guardián salió a nuestro encuentro. Sobrevolaba en círculos, peligrosamente, pues casi rozaba el velamen. Nos sentíamos como presas listas para la caza. Todos estábamos aterrorizados pero el mago volvió a congelar nuestros corazones cuando, con su voz profunda, recitó unas extrañas letanías que petrificaron temporalmente a aquel gigantesco animal alado, que acabó retirándose entre la niebla.

Pudimos desembarcar en aquella isla sin percances. Solo tuvimos que reducir a unos pocos guerreros que, sorprendidos, acabaron huyendo por la playa. Ante nosotros se erguía el castillo de la ladrona reina bífida.  Debía de sentirse muy segura en aquella guarida, pues, al margen del dragón y de los guardianes huidos, no había más vigilancia.

El misterioso Tsna Pá conocía bien la ambición y los dominios de la soberana, así que no tardó en garantizar el acceso al inexpugnable castillo a través de unos pasos subterráneos secretos, organizando también el ataque y la búsqueda de la princesa Tani y de las otras jóvenes.

Él se encargaría de neutralizar a los pérfidos magos de la reina, aquellos brujos que mediante sus conocimientos y fórmulas, posibilitaban los raptos y el robo de la belleza para su ama. No eran ningún problema para él, dijo, pues solo les inspiraba el poder y la riqueza.

Nosotros, los marineros, nos encargaríamos de buscar a las raptadas en las mazmorras de la fortaleza, así que hacia allí encaminamos sigilosamente nuestros pasos.

Ya en los húmedos calabozos, tras una puerta de hierro, nos sobresaltó un gemido. Derribamos entre todos aquel obstáculo y a través del sofocante vapor del fuego blanco vimos con horror un engendro del demonio que se disponía a torturar a la princesa Tani.

Una vez más, fue la sorpresa nuestra principal aliada. En un momento, aquel despojo maldito yacía ensangrentado en la losa. Ya no volvería a causar sufrimientos nunca más.

Liberamos a la princesa de sus ataduras. Gracias a los dioses del mar no había sufrido ningún daño. Tampoco el resto de las muchachas habían sido sacrificadas, así que derribamos las puertas de los calabozos hasta que pusimos a todas a salvo.

Mientras nosotros nos dedicábamos a estas tareas de socorro, nuestro capitán, el aguerrido Ésparus, había continuado hacia los aposentos reales, en los pisos superiores de la torre mayor, dispuesto a enfrentarse con la bella y peligrosa incitadora del mal.

Un dulce aroma a incienso y albahaca inundaba la estancia donde la reina se contemplaba perezosamente en un espejo.

Vio a nuestro líder  a su espalda y su jovial rostro reflejó aquello que hasta entonces solo había infligido: ¡un miedo atroz!

Habló al guerrero dócilmente y le ofreció poder e inmensas riquezas. Pero Ésparus era bien conocido por su integridad. Replicó a la reina diciendo que sus fechorías habían finalizado allí, que aquellos a quienes había maltratado la juzgarían.

Estas palabras debieron sonar como truenos en sus oídos, pues no había acabado nuestro capitán de argumentar, cuando la reina comenzó a mutar en un ofidio, sin duda venenoso. Con su rapidez legendaria, Ésparus, atrapó con un tapiz a la reina serpiente en plena transformación, introduciéndola en un lujoso y pesado recipiente de aceitunas.

Cuando volvimos con el poderoso mago Tsna Pá a su isla, con la princesa Tani y las muchachas rescatadas, el pueblo fantasma despertó. Nos agasajaron con varias semanas de fiesta antes de que prosiguiéramos nuestro viaje por aquellos mares desconocidos.

Dejamos atrás esta aventura llevándonos un peligroso recuerdo. Aquel recipiente para aceitunas, era también mazmorra de una serpiente que un día fue una bella y cruel reina.


Enlace permanente 9 comentarios

De brujas, hogueras y cenizas

14 marzo 2010 at 22:00 (Erotismo, Historias para no dormir, Literatura, Memorias del Otto, Novela, Poesía, Relatos, Relatos de JAO, Relatos de JAO)

In my craft or sullen art
Exercised in the still night
When only the moon rages
And the lovers lie abed
With all their griefs in their arms,
I labour by singing light
Not for ambition or bread
Or the strut and trade of charms
On the ivory stages
But for the common wages
Of their most secret heart

Not for the proud man apart
From the raging moon I write
On these spindrift pages
Nor for the towering dead
With their nightingales and psalms
But for the lovers, their arms
Round the griefs of the ages,
Who pay no praise or wages
Nor heed my craft or art.

*(En mi oficio u hosco arte / ejercido en la noche en calma / cuando sólo rabia la luna / y los amantes descansan / con sus penas en los brazos, / trabajo a la luz cantora / no por ambición ni pan / lucimiento o simpatías / en  los escenarios de marfil / sino por el común salario / de su recóndito corazón.

No para los soberbios aparte / de la rabiosa luna escribo / en estas páginas rociadas / por las espumas del mar / ni para los encumbrados muertos / con sus ruiseñores y salmos /  sino para los amantes, sus brazos /  abarcando las penas de los siglos,  / que no elogian ni pagan ni / hacen caso de mi oficio o arte. )*

Tras leer este poema de Dylan Thomas, Larry miró a la ciudad dormida por el ventanal del salón, mientras apuraba las últimas caladas de aquel cigarro enorme.

Entrecerrando los ojos, rodeado por el espeso humo que se duplicaba en el cristal, le pareció ver a lo lejos, en el cielo, entrecortándose sobre la luna, a Guillemette Babin, blanca y desnuda, sobre el lomo de un imponente macho cabrío negro. Se asía a sus crines con firmeza, curvando su cuerpo hacia atrás, gimiendo mientras se balanceaba sobre aquel cabrón volador.  Otros engendros de la naturaleza la seguían, piedras voladoras con extraños signos grabados a cincel, enrojecidos tizones sin gravedad escapados de una gigantesca chimenea, tiburones del aire que enseñaban los dientes mientras navegaban aleteando en el aire de la noche, enormes escobas y escobones entretejidos con ramas de parra seca, atados a un palo pulido y encerado. Todos estos ligeros seres y artefactos llevaban pasajeras, bellas jóvenes que levantaban los brazos deleitándose con el frescor del aire de la noche o viejas más cuidadosas, que se aferraban a los animales o a las cosas con temor de perder el equilibrio y caer al vacío. Mientras volaban se embadurnaban el cuerpo con ungüentos e intercambiaban bebedizos entre ellas, riendo y sollozando de placer.


Larry veía en las oscuras sombras de la luna primero y en la campiña distante después, una enorme fogata donde reposaba un caldero humeante en peligroso equilibrio. Veía como las mujeres voladoras iban llegando a aquella fiesta, donde extraños animales peludos, lobos, carneros, dragones y cerdos ya bailaban alrededor de aquella pira, dando saltos imposibles unos, aleteando alegres otros. Guillemette y sus compañeras se incorporaron al círculo festivo y con sus pieles desnudas enrojecidas por la luminosidad del fuego no tardaron en contorsionarse alzando los brazos mientras pisaban las brasas sin que las espantase el dolor, más bien todo lo contrario, aquellos restos incandescentes repartidos por la tierra parecían copular con ellas a juzgar por los resultados del  contacto con su piel, los susurros y los gemidos que emitían, sus gritos de obsceno placer.

Le pareció escuchar en ese momento el llanto de un niño, que explotó justo cuando comenzaba a salir un humo negruzco muy denso de la hoguera.

El ruido de un reactor atravesando la noche le hizo abrir sus ojos. Las luces de la ciudad se desparramaban por su campo visual, se apagaban y encendían, corrían o se paraban, brillaban en los grandes bulevares o se oscurecían en los fríos callejones. El cigarro se había apagado en sus labios, así que lo aplastó en el cenicero de la mesa y se sentó en el sofá para descansar del ajetreado día de trabajo en la oficina. No tardó en adormecerse y en tener una ligera pesadilla que fue llevándole a las profundidades del sueño, a la oscuridad de una húmeda mazmorra.

El hierro candente rasgó el cuerpo de Guillemette desprendiendo vapor con un nauseabundo olor a carne churrascada. Sus gemidos se perdían en las profundidades de aquella prisión, pero no llegaban al corazón de la tierra ni despertaban al señor del abismo. El demonólogo Jean Bodin azuzaba con sus preguntas a aquella bella hembra desnuda que se retorcía de dolor en el potro.

La denuncia anónima había sido depositada por un alma bondadosa en la caja negra de la catedral. Había que lograr discernir como una mujer bella e inteligente como Guillemette se había dejado seducir por el maligno, qué crímenes perversos había cometido en los aquelarres, qué otras cómplices tenía en sus negras fechorías.


El silencio de la mujer y el que no existiera la marca del diablo en su bello cuerpo, confirmaban que era una fiel seguidora del averno, ya que era bien sabido que el demonio solo marcaba a los acólitos de los que no estaba muy seguro, pero nunca marcaba a los que eran de su máxima confianza que ocupaban lugares privilegiados en su reino. No cabía duda, su crimen era abominable contra Dios y como tal había de ser castigado con la pena de muerte, sin posibilidad de conmuta por ninguna autoridad de los hombres.

Aquella mañana era nublada y el frío estremecía a más de un espectador en la plaza mayor. Guillemette fue conducida al centro cubierta con un manto. Cuando la subieron a lo alto de la pira, la despojaron de aquel abrigo dejando su cuerpo desnudo a la vista del público. La ataron con unas cadenas al poste y prendieron fuego a los enormes haces de leña bajo sus pies. Algunos curas rezaban letanías y consolaban al populacho ignorante que veía mientras, lujurioso, como se consumía la belleza de aquella bruja. Aquel crepitar de llamas y el humo que desprendían con ese olor a carne quemada, subieron a la garganta de Larry desde lo profundo de su estómago. Se removió en el sofá para adoptar otra postura menos agobiante.

A la mañana siguiente, Alma, la criada indonesia de Larry, se asustó con el fuerte olor a quemado que encontró al entrar en la casa y llamó a la policía. No había ningún rastro de Larry allí, y tras unas semanas de búsqueda lo dieron por desaparecido en misteriosas circunstancias. En el informe de registro del forense, se hacía mención a la gran cantidad de cenizas que se hallaron sobre el sofá del salón y que resultaron ser de sarmiento. Nadie se explicaba cómo pudieron llegar allí y si su combustión, imposible sin haber provocado un incendio en la casa y en el edificio, fue la causa de aquel penetrante olor a quemado que parecía salir de las mismas entrañas de la tierra.


Referencias:

PoemaIn my craft or sullen artde Dylan Thomas.

Grabados de Bernard Zuber para el libro del novelista francés Maurice Garçon: La vida execrable de Guillemette Babin, bruja, publicado en 1926.


Demonomanie des Sorciers (Of the Demonomania of Witches), del francés Jean Bodin.


Película francesa de Guillaume Radot, del año 1947: Le destin exécrable de Guillemette Babin.


Enlace permanente 5 comentarios

En Busca de Sara…

21 enero 2010 at 22:00 (Guadalajara, Historias para no dormir, Memorias del Otto, Relatos, Relatos de JAO, Relatos de JAO)

Cuando alguien lea estas letras tal vez me tome por loco, pero para entonces ya será tarde.  Nadie podrá encerrarme ni juzgarme, ya no pasaré ni sed ni hambre, se habrá  acabado el lujo y la horrible fiesta.  Habré cumplido mi injusto papel en esta historia, que ni yo mismo acabo de creer, si no fuera porque aún siento escalofríos y desesperación cuando intento recordarla y escribirla.

Entre párrafo y párrafo, me levanto y miro a la montaña a través de los barrotes de esta celda, como buscando entre la nieve y la niebla las palabras que necesito para narrar ese insano conocimiento que me llevará a la muerte. Evitando el sol, escruto la montaña, busco con los ojos muy abiertos en la lejanía. Ya no puedo sino apretar los dientes y tapar mis oídos lo más fuerte posible para apartar de mis sentidos su llamada. Su diabólico cántico no puede ser escrito en papel, solo me queda garabatear esas extrañas palabras que trae el viento en el negro muro de la celda, ocultas a sus ojos.

¿Cuándo comenzó esta pesadilla? Mi mente está embotada por los acontecimientos, pero nunca olvidaré la deslumbrante fiesta que Sara se empeñó en dar. No entendía qué pretendía celebrar y me extraño la esmerada preparación de aquellas invitaciones a personas de su pasado que yo ni siquiera conocía. Ahora lo entiendo todo, era una despedida, la despedida de mi querida Sara antes de partir desde el mundo de los vivos al de los infiernos. ¡Dios ayúdame!

El día de la fiesta al regresar de mi paseo atardecía, aún había nieve en el camino que llevaba al castillo. Las verjas de la finca estaban abiertas de par en par y ya había algunos coches en la puerta con los primeros invitados. Me apresuré para lavarme y vestirme de gala, mientras los criados iban introduciendo a aquellos desconocidos en el gran salón.  Allí estaba ella, deslumbrante con aquel vestido blanco, toda su belleza creaba un maravilloso resplandor a su alrededor. Me miró de forma encantadora cuando subí la escalera hacia el vestidor, nunca podré olvidar aquella dulce y última sonrisa.

Recuerdo que bebí demasiado durante la velada, también conocí brevemente a algunos amigos de Sara. No entendía qué significaban para ella y tal vez fue eso lo que motivó mi ataque de celos, eso y el coqueteo que se traía con algunos de aquellos hombres, aquellos desconocidos. La discusión aún tardó en aflorar, pero no podía soportar la imagen de su cuerpo refulgiendo entre aquellos buitres babeantes. Ya se marchaban los últimos y agarré a mi esposa de la muñeca, apretándola de una forma nada natural, como reflejo un tanto agresivo de mi más profunda herida. Ella, sin perder la sonrisa y mientras despedía a uno de sus amigos con un beso en el cuello que me hizo enrojecer de ira, me dirigió una mirada que hizo que aflojase mi mano de inmediato. Nunca había visto sus ojos de aquella manera, me atravesaron de forma inexplicable. Quedé petrificado mientras alguien me dedicaba un último apretón de manos y me susurraba que tenía una mujer maravillosa.

Todos los invitados se fueron y Alfred cerró las puertas de la casa, ella se giró mirándome altiva, nunca la había visto de esa manera, tan fuerte y tan superior a mí. Sin decirme una sola palabra, soltó una carcajada que me heló la sangre; abriendo la puerta pequeña del salón, salió a la fría noche con su vaporoso vestido blanco agitándose al viento.  Salí tras ella mientras cogía presuroso el farol que mi criado Alfred portaba. Pude ver como giraba por el patio a la altura de la pequeña ermita que era mausoleo de su familia. Mientras lo hacía volvió a mirarme, pero la dulzura había desaparecido de su rostro,  la sonrisa que su boca dibujaba era una diabólica invitación a la lujuria. Un intenso frío me recorrió la espalda de forma dolorosa, pero rápidamente encaminé mis pasos hacia aquel esquinazo que ella había doblado. No la veía por ninguna parte. Pude comprobar en la nieve sus pequeñas pisadas que delicadas se alejaban del patio adentrándose en el bosque.

Aún me tiemblan las piernas cuando rememoro cómo me encaminé intranquilo hacia la espesura, cómo aquel viento imposible me impidió dar un paso adelante mientras traía a mis oídos fríos susurros ininteligibles y aterradores. Petrificado, volví sobre mis pasos tapándome los oídos e intentando no escuchar aquellas extrañas palabras. -¡Ya volverá!- dije para mis adentros mientras volvía al salón y me servía apresuradamente una copa.


Me despertó Alfred a la mañana siguiente. La botella de brandy estaba vacía en mi regazo y Sara no había vuelto a la casa.

Ella era una experta montañera, siempre muy bien orientada, conocedora de las estrellas. Me costaba aceptar que hubiera podido extraviarse en aquél bosque que circundaba nuestra mansión, así que mi primer pensamiento se dirigió a la ermita. Con ayuda de Alfred abrimos las herrumbrosas verjas del pequeño patio. El edificio estaba cubierto por enredaderas que solo dejaban entrever sus ventanales góticos y su magnífica puerta de madera de roble, que estaba totalmente despejada. Su visión me hizo recobrar la conciencia y el ánimo pues pensé que Sara estaría allí dentro, resguardada de la fría mañana, tal vez con una resaca parecida a la mía.

¡Qué equivocado estaba!  Allí dentro no había nadie vivo, solo las tumbas de los antepasados de Sara cubrían las paredes de la pequeña ermita. Pero algo llamó mi atención de forma escalofriante. En el cuadrante norte, a la derecha del altar, se erigía una estructura totalmente nueva para mí. No es que conociera bien aquel recinto decadente, nunca me interesó el mundo de los muertos, pero aquel sarcófago incrustado en la pared, aunque con una apariencia antigua y polvorienta, atrajo mi vista de forma inmediata.

Noté como los dientes de Alfred castañeaban detrás de mí cuando, también tembloroso,  limpié las inscripciones de esta nueva tumba. Horrorizado vi allí marcado en la piedra, con una perfecta letra artesana, el nombre de mi querida esposa. No podía creer lo que estaba viendo, Alfred dejó caer el farol tras proferir un angustiado grito de terror.

Me costó convencerle para que profanáramos aquel extraño enterramiento. Finalmente mi alterado raciocinio se impuso a la superstición de mi criado que, desencajado, me ayudó a retirar la losa del sarcófago. Un aire nauseabundo surgió de la cavidad abierta y las  frases susurradas de la noche anterior volvieron a silbar en mis oídos de forma espeluznante. Aguantando aquel hedor y aquellas palabras de ultratumba, vi el vestido desgarrado de Sara estirado en la profundidad del sepulcro. Con una valentía que no sé de dónde saqué, acerque el farol a la cavidad y retiré con cuidado el vestido vacío, solo pude lanzar un grito apagado al descubrir el cadáver aún caliente de un enorme perro, tal vez un lobo, un animal infernal en cualquier caso, que parecía mirarme con sus ojos vacíos, con sus fauces terribles entreabiertas y sanguinolentas.

Bajé de aquel sarcófago, sin palabras, sin aliento. Solo una desesperación indescriptible se había apoderado de mí. Alejándome de aquella increíble pesadilla choqué con el cuerpo de Alfred al pie de la losa. Debía haberse tropezado presa del pánico y se había golpeado con algo. Aún respiraba, así que  con miedo a moverle, encaminé mis pasos al pueblo cercano en busca del médico. No lograba explicar nada de forma ordenada, las ideas se mezclaban en mi mente con las extrañas palabras, frases ininteligibles que me llegaban a través del viento de la montaña. Tuve que llevarme casi arrastras al médico, farfullándole explicaciones incoherentes y aturulladas, para ir a socorrer al pobre Alfred.

Imagino que sería el primer síntoma de locura que aquel médico rural apuntaría en su largo informe. Arrastrarle a la ermita del castillo para nada. Una tumba abierta vacía, sin rastro del infernal animal desangrado en su interior, y, sobre todo, sin rastro de Alfred.

Ni que decir tiene que aquel hombre de ciencia no creía ni una sola palabra de lo que yo le contaba balbuceando. Y con la sugerencia de que llamase a la Policía, me dejó apesadumbrado y hundido en el frío salón del castillo, frente a otra botella de brandy.

Atardecía cuando tomé la nefasta decisión de buscar a Sara y a Alfred, de encontrar a cualquier precio los aciagos despojos que habíamos hallado en aquella hora infernal, en aquel mausoleo indeseable. Nefasto sería, en efecto, el precio a pagar, la cordura nunca asomará ya en mi cabeza y la serena belleza de la muerte es la única que anhelo cuando recuerdo lo que vi a continuación.

Con un farol lleno,  armado con el rifle salí intentando descubrir alguna huella. Allí cerca, en una gran losa cubierta por la nieve temprana, pude ver colgando un jirón del vestido blanco y la forma de una delicada mano femenina grabada en la nieve. Con un estremecimiento seguí por aquel camino cuesta arriba hacia el bosque.  Según avanzaba los gemidos del viento taladraron de nuevo mis oídos y más allá.

Al doblar un recodo la vi, allí en la espesura su piel blanca se fundía casi con la nieve que la rodeada, me miraba con los mismos ojos lujuriosos que la última vez y de su boca entreabierta chorreaba un hilillo de sangre que su lengua intentaba borrar. Ella estaba en cuclillas mirándome fijamente mientras sus manos jugaban con algo a sus pies. No podía retirar mi vista de su mirada, de su bello rostro apresado por la locura. Por fin, como queriendo evitar la aceptación de lo más doloroso, baje la vista para encontrarme horrorizado con la cabeza de Alfred entre sus blancas manos.

Presa de la repulsión grité hacia aquel monstruoso ser. Lo único que encontré por respuesta fue su risa penetrante que se mezcló de forma insoportable con los quejidos lastimosos del viento de la montaña, formando en mi cerebro un coro de palabras extrañas e infernales que  transcribo día y noche en el muro de esta prisión.

Me arrastré al pueblo con el recuerdo imborrable de mi bella Sara devorando a mi criado, con su risa infecta impregnando mi pensamiento, llamándome a la montaña para saciar su voracidad.  Ahora solo espero que la justicia de los hombres acabe con estos  sufrimientos que soy incapaz de transmitir a nadie, que envuelven poco a poco mi mente en la locura.

Con estas palabras acababa el extraño relato del conde Isaías Karpov, que yo, Lucas Bernese, notario del Imperio en Basilea, elevo en esta acta oficial para abrir la investigación de este extraño caso de desaparición y tal vez locura. El conde Karpov no soportó el encierro, obsesionado con la terrible guillotina, dejó las ganas de vivir en este escrito junto a las extrañas transcripciones del muro que también forman parte integrante de esta acta. El doctor Gregory Hess levantará el certificado de defunción y en unos días me acompañará al castillo de Matzingen donde intentaremos esclarecer los hechos, si es que éstos pudieran ser aclarados.

Enlace permanente 9 comentarios